jueves, 25 de septiembre de 2025

La cartita que no pude escribirle a Leonardo

 


Cuando Cami nos propuso escribir unas palabras para Leo, dije que sí, que naturalmente, y pensé que sería un bonito ejercicio porque escribir me gusta. Pensaba en unas cuantas líneas que expresaran cuánto lo quería, cuánto deseaba su recuperación y, si me daba la inspiración, cuánto me dolía verlo enfermito, agotado, y con el ánimo a veces tan caído. Pero no fui capaz. 

Dos días lo intenté: varias veces me dispuse frente a la pantalla para escribir esas pocas líneas, y no podía siquiera comenzar a organizar las ideas porque me abrumaba con las memorias y las emociones que pensar en Leo me generaba, y se me venía el llanto y no lo podía contener. La tarea me iba a producir mucho dolor.

Entonces le mandé a Leo un audio de 10 minutos (Nunca había enviado un audio así de largo), explicándole con mucho detalle por qué no había podido escribirle un párrafo de pocas líneas. Yo tenía claro que mi carta no podía ser una formalidad, ni unos simples deseos de buena voluntad y recuperación. Yo quería genuinamente expresar todas mis emociones, y eso me enfrentaba a un dolor que me superaba, que no suelo sentir en esa magnitud, y que por eso mismo no sé cómo gestionar. Leo respondió mi audio diciendo que me entendía perfectamente.

Este fallido ejercicio me hizo caer en cuenta de que yo siempre recuerdo a Leo como un niño de ocho años, a pesar de haber vivido con él cuando fue bebé, cuando fue estudiante universitario, e incluso de adulto, en su último año. Tengo cientos de memorias a sus diferentes edades, pero siempre lo recuerdo como el niño del 2002, que gritaba de júbilo cuando me volvía a ver tras meses de ausencia

La explicación de por qué lo recuerdo siempre como el niño de esos años tiene que ver con la vida que yo vivía por entonces. 2002 y 2003 fueron los peores años de mi vida: no pude seguir estudiando y no tenía plan B (eso hizo que me alejara de mis amigos que poco a poco lo iban logrando). Estaba metido en una espiral de malas noticias de las que no sabía cómo salir. Pasé hambre, me sentí muy solo, no veía un futuro claro y todas las puertas se me aparecían cerradas Y en esos años, cada vez que regresaba a la casa materna, era recibido por los estallidos de alegría por parte de mis hermanitos menores, especialmente de Leo.

Mamá me contó que una vez le regalaron el libro Guinness de récords, y él lo estaba hojeando maravillado con todos esos datos interesantes, y de repente dijo “Esto tengo que mostrárselo a Paulo”. Y es que nuestra relación de esos años era de mucho juego, de mucho aprendizaje, y de mucho divertirse aprendiendo. Así le enseñé a Leo a nadar, a usar la biblioteca del pueblo, a escribir una carta a la niña que le gustaba, e incluso a pedir disculpas y a manifestar inconformidades de manera menos impulsiva que lo que era natural a sus ocho añitos. Y toda su actitud fue de permanente gratitud y disfrute, a lo que se sumaba su natural alegría. Y eso sucedía en el que era mi peor año y todo parecía oscuro a mi alrededor.

Como otros miembros de la familia, yo tengo episodios de depresión que han llegado a ser muy fuertes, especialmente cuando las noticias que me rondaban no eran buenas (como en 2002). En esos episodios es frecuente sentir las ganas de rendirse, de no ser capaz de seguir, de no querer intentarlo más, de abandonar el juego de una vez por todas, y la batalla diaria que luchamos consiste en vencer esos pensamientos intrusivos, y no sabemos qué es lo que nos va a sacar a flote, porque cualquier cosa puede ayudarnos a salir a flote: puede ser un cambio de ambiente, o una noticia por mucho tiempo esperada, puede ser una palabra trivial, o puede ser el grito de alegría de tu hermanito menor porque te ve regresar tras meses de ausencia y entonces se augura una temporada llena de risa y ternura.

Esos gritos de alegría me sacaron a flote muchas veces, especialmente en el que fue mi peor año. No miento cuando digo que Leo me salvó la vida: Me hizo pensar “acá hay una razoncita de ojos azules y temblorosos, de crespitos rubios y muy sonriente, para no desfallecer”. Gracias, Pillín, por salvarme.

En cierta ocasión, cuando Leo ya tenía 20 y estaba en la Universidad, se sentía agobiado por la carga académica, porque no disfrutaba lo que estudiaba, porque tenía un examen y no se sentía capaz de superarlo, porque se sentía abrumado y con ganas de rendirse. Entonces me llamó, como tantas veces hizo: "Hermanito, tengo que contarte algo", "Hermanito, necesito un consejo tuyo". Fuimos a almorzar, me contó sus tribulaciones, le hablé como él esperaba que lo hiciera, y al final se fue a enfrentarse a su examen. Pero antes de entrar, llamó a mamá y le dijo "Me encanta tener hermanos mayores".



La dedicatoria de “El principito” siempre me ha parecido hermosísima: El autor dedica el libro a su amigo Leon Werth, y luego pide disculpas a los niños del mundo por dedicar ese libro a un adulto, aunque tiene muchas razones para hacerlo. Al final, decide rectificar y la dedicatoria definitiva es “A León Werth, cuando era niño”. 

Algo parecido me sucede con Leo. Él ya era un grandulón de 30 años muy fuerte, profesional y muy trabajador, pero cada vez que me visitaba, el que llegaba era el niño de ojos abiertos y temblorosos que quería contarme todo, preguntarme cosas y mostrarme lo que estaba haciendo y lo que quería hacer, el que siempre valoró mis consejos y no tenía barreras para pedirme uno, el que me salvó la vida con su carita sonriente, el que no se me saldrá de la memoria mientras tenga motivo para celebrarlo (y felizmente son muchos los que hay) porque, si estoy aquí pudiendo hablar y escribir todo esto, es gracias a que, durante más de 30 años, Leo gritaba de alegría cuando me volvía a ver.

Te amo, hermanito.