Dos días lo intenté: varias veces me dispuse frente a la pantalla para escribir esas pocas líneas, y no podía siquiera comenzar a organizar las ideas porque me abrumaba con las memorias y las emociones que pensar en Leo me generaba, y se me venía el llanto y no lo podía contener. La tarea me iba a producir mucho dolor.
Entonces le mandé a Leo un audio de 10 minutos (Nunca había enviado un audio así de largo),
explicándole con mucho detalle por qué no había podido escribirle un párrafo de
pocas líneas. Yo tenía claro que mi carta no podía ser una formalidad, ni unos simples deseos de
buena voluntad y recuperación. Yo quería genuinamente expresar todas mis
emociones, y eso me enfrentaba a un dolor que me superaba, que no suelo sentir en esa magnitud, y que por eso mismo no sé cómo gestionar. Leo respondió mi audio diciendo que me entendía perfectamente.
Este fallido ejercicio me hizo caer en cuenta de que yo siempre
recuerdo a Leo como un niño de ocho años, a pesar de haber vivido con él cuando
fue bebé, cuando fue estudiante universitario, e incluso de adulto, en su último
año. Tengo cientos de memorias a sus diferentes edades, pero siempre lo recuerdo como el niño del 2002, que gritaba de júbilo cuando me volvía a ver tras meses de ausencia
La explicación de por qué lo recuerdo siempre como el niño de esos años tiene que ver con la vida que yo vivía por entonces. 2002 y 2003 fueron los peores años de mi vida: no pude seguir estudiando y no tenía plan B (eso hizo que me alejara de mis amigos que poco a poco lo iban logrando). Estaba metido en una espiral de malas noticias de las que no sabía cómo salir. Pasé hambre, me sentí muy solo, no veía un futuro claro y todas las puertas se me aparecían cerradas Y en esos años, cada vez que regresaba a la casa materna, era recibido por los estallidos de alegría por parte de mis hermanitos menores, especialmente de Leo.
Como otros miembros de la familia, yo tengo episodios de
depresión que han llegado a ser muy fuertes, especialmente cuando las noticias
que me rondaban no eran buenas (como en 2002). En esos episodios es frecuente sentir las ganas
de rendirse, de no ser capaz de seguir, de no querer intentarlo más, de
abandonar el juego de una vez por todas, y la batalla diaria que luchamos consiste en vencer esos
pensamientos intrusivos, y no sabemos qué es lo que nos va a sacar a flote,
porque cualquier cosa puede ayudarnos a salir a flote: puede ser un cambio de
ambiente, o una noticia por mucho tiempo esperada, puede ser una palabra
trivial, o puede ser el grito de alegría de tu hermanito menor porque te ve
regresar tras meses de ausencia y entonces se augura una temporada llena de
risa y ternura.
Esos gritos de alegría me sacaron a flote muchas veces, especialmente en el que fue mi peor año. No
miento cuando digo que Leo me salvó la vida: Me hizo pensar “acá hay una
razoncita de ojos azules y temblorosos, de crespitos rubios y muy sonriente, para no
desfallecer”. Gracias, Pillín, por salvarme.
En cierta ocasión, cuando Leo ya tenía 20 y estaba en la Universidad, se sentía agobiado por la carga académica, porque no disfrutaba lo que estudiaba, porque tenía un examen y no se sentía capaz de superarlo, porque se sentía abrumado y con ganas de rendirse. Entonces me llamó, como tantas veces hizo: "Hermanito, tengo que contarte algo", "Hermanito, necesito un consejo tuyo". Fuimos a almorzar, me contó sus tribulaciones, le hablé como él esperaba que lo hiciera, y al final se fue a enfrentarse a su examen. Pero antes de entrar, llamó a mamá y le dijo "Me encanta tener hermanos mayores".
Algo parecido me sucede con Leo. Él ya era un grandulón de 30 años muy fuerte, profesional y muy trabajador, pero cada vez que me visitaba, el que llegaba era el niño de ojos abiertos y temblorosos que quería contarme todo, preguntarme cosas y mostrarme lo que estaba haciendo y lo que quería hacer, el que siempre valoró mis consejos y no tenía barreras para pedirme uno, el que me salvó la vida con su carita sonriente, el que no se me saldrá de la memoria mientras tenga motivo para celebrarlo (y felizmente son muchos los que hay) porque, si estoy aquí pudiendo hablar y escribir todo esto, es gracias a que, durante más de 30 años, Leo gritaba de alegría cuando me volvía a ver.
Te amo, hermanito.