miércoles, 25 de noviembre de 2020

El último día de mi abuelo

Cuando falleció mi hermanita, 2006, me encontré con mi abuelo en la sala de velación. Yo me puse muy contento al verlo, pero él estaba muy triste y en el momento de abrazarnos me dijo llorando: “Mijito, prométame que usted no se va a morir antes que yo, porque no soportaría el dolor de tener que enterrarlo”. Yo le dije que por supuesto, que no se preocupara, que no se me iba a ocurrir la tonta idea de morirme antes y que le prometía que el día de su muerte estaría a su lado.

Durante los siguientes años, pensaba mucho en lo difícil que puede ser cumplir una promesa como esas, con tantas cosas que uno no puede controlar. Las noticias malas como las caídas de la bicicleta o los episodios de depresión, y las noticias buenas como el viaje de la beca o un buen trabajo que me alejara de su casa, siempre me hacían pensar en que tenía una promesa por cumplir y que no quería fallar.


En el último año, la situación se volteó y entonces era él quien prometía que nos íbamos a encontrar a mi regreso.  En cada llamada de video siempre hacíamos la cuenta regresiva de cuánto tiempo faltaba para nuestro reencuentro.  “Falta año y medio”, “Falta un año”, “faltan cuatro meses”…  y él me decía “Tranquilo que aquí voy a estar esperándolo”, y a pesar de haber estado al borde de no lograrlo, al final él también me pudo cumplir su promesa.

 

Mi relación con mi abuelito fue muy intensa y muy amorosa, desde siempre. Entre todos los recuerdos, sentimientos y anécdotas que nos conectan, hay dos que resalto porque han sido una constante a lo largo de toda mi vida y me han generado mucha felicidad: Uno es nunca haberme sentido juzgado ni reprobado por él: ni cuando niño y desobedecía, ni cuando joven y me desjuiciaba, ni cuando adulto y las decisiones que tomaba no fueron las mejores. Nunca hubo una palabra de reproche, nunca una reprobación, siempre el deseo de que todo saliera bien,  demostrando que el amor familiar podía estar por encima de cualquier diferencia. 


El otro recuerdo imborrable es esta sensación permanente de sentirme protegido, cuidado y a salvo. Desde las memorias más antiguas, cuando yo lo buscaba para que me quitara el frío, hasta el último de sus días, cuando parecía preocupado por querer evitarme cualquier dolor.


Porque así fue siempre conmigo.  Yo lo acompañé buena parte de su último día, tratando de brindarle todo el apoyo y comodidad que se pudiera en esa situación. Pero él no se ayudaba. Tenía mucha dificultad para hablar y a pesar de eso, lo poco que decía eran cosas como: “Vaya descanse, vaya coma, yo estoy bien”. Se tardaba mucho en pedirme ayuda y hasta su último minuto quiso evitarme preocupaciones.


Al medio día nos dio hambre y salí a buscar almuerzo. Como yo no encontraba lo que quería, demoré un poco en volver y al regreso encontré a mi abuelo preocupado porque quizá me habría pasado algo en Cartago, que es tan peligroso y no lo conozco. Ese puede ser quizá el mejor resumen que puedo hacer de nuestra relación: Tengo 40 años y llevo 20 años viviendo independiente, varias veces he llegado a ciudades desconocidas a comenzar una vida desde cero, en algunas ni siquiera hablaba bien el idioma y tenía varios obstáculos que al final pude resolver, y a pesar de todo eso, mi abuelo gastaba las últimas energías de su vida en preocuparse porque yo no me fuera a perder a la salida de la clínica, y en orar para que no me fuera a pasar nada malo camino a la panadería. Ni en sus últimas horas dejó de preocuparse porque estuviéramos bien, dejando de lado su preocupación por sí mismo.

 

Este sentirme protegido me ha acompañado toda mi vida y con seguridad me seguirá acompañando. Cuando a mi vida llegaron los años difíciles, los accidentes, la tristeza y las malas noticias, no importaba en dónde estuviera, qué tan mala fuera la situación, cuán difícil pareciera encontrar una salida o lo terriblemente solo, triste y sin opciones que pudiera llegar a sentirme, siempre encontraba consuelo en la idea de que, a muchos kilómetros, estaba mi abuelo deseando que todo saliera bien y hubiera estado dispuesto a cargar con mi dolor si se lo hubiera pedido. Llamarlo siempre fue una alegría y un alivio. Una de las grandes fortunas de mi vida ha sido poderme sentir amado de esa manera, y esa sensación no termina el día de hoy.

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